Una de las cosas más contradictorias que vivimos los seres humanos es el deseo de vivir en compañía y las ganas caprichosas de estar solos. En ambos casos, es como si hiciera parte de ese código genético que nos predispone a sufrir por déficit o exceso de cualquier cosa. “La soledad es una ingrata a la que se le va agarrando el gusto, con un alto riesgo de parar completamente enamorados de ella” decía un cantautor.
Sabemos qué es la soledad, aunque es quien la vive, quien puede dar cuenta de ella, puesto que se siente en aislamiento detrás del vidrio empañado de una ventana, como en una reunión familiar donde está la pareja, los vecinos y la nuera. En ambos casos, y por cualquier razón, se trata de la incapacidad de comunicar nuestras emociones más íntimas. Ella es como un viaje hacia adentro, hacia ese sufrimiento interno que nadie de afuera puede curar.
La soledad es misteriosa porque nos recuerda que el mundo de afuera no nos pertenece y funciona sin nosotros. De ahí que, en los momentos más complejos de nuestra vida, siempre nos sentimos solos, y por mucha ayuda que nos brinden, sentimos que nadie tiene el poder para socorrernos. Algunos lo intentan resolver con las compras compulsivas, asumiendo que lo comprado sustituirá la sensación insoportable de soledad. Es como intentar comprar el mundo para que me acompañe al menos por un rato.
No hay peor soledad que vivir con quien no me quiere o con quien no quiero para mi vida, pagando un precio bastante alto. Se siente cuando tratamos de comunicarnos y, casi de manera sincrónica, se percibe el distanciamiento en medio de una cercanía lejana. En muchas ocasiones, son estas sensaciones el origen de crisis existenciales con las que no sabemos cómo lidiar. “ni contigo, ni sin ti”, porque cuando me alejo, siento que me necesitas, y si estoy cerca, siento que sobro.
Como una manera de escapar a lo anterior, a veces gritamos frases como “quiero estar solo” y, momentáneamente se logra. No obstante, el impulso pierde su fuerza cuando me doy cuenta que el verdadero escape es al miedo a estarlo, puesto que es tormentoso saber que no me necesitan. Esto explica entonces, el por qué la soledad es la máxima expresión de una intensa necesidad de algo y, cuando la vivimos (la soledad), ella misma nos invita a buscar lo que nos hace falta.
Lo cierto es que el arrebato de encontrar soledad nunca será una buena alternativa. Somos seres sociales por naturaleza y es a través de la compañía del otro cómo evolucionamos con cada historia… ¡es cuestión que le dé sentido al grito de Tom Hanks: Wilson, Wilson, Wilson!
Desde pequeños nos acostumbramos a tener testigos de cada paso de nuestra existencia, de lo que somos y de la manera cómo nos expresamos. Cada persona con la que hemos cruzado, se ha convertido al mismo tiempo, en cómplice de nuestra manera de sentir. Encontrar la soledad es reafirmar el miedo a sentirnos anulados por los demás.
Compartir lo que me pasa aliviana las cargas y disminuye el peso en nuestro cuerpo. Con esto no se pretende promover la dependencia emocional, aunque sí la independencia psicológica, la autonomía. Es aprender a nutrirse de una manera tal, que no se necesite de la aprobación del otro y, menos aún, hacerme responsable de la felicidad de quien está a mi lado. Siempre será mejor estar acompañado que a solas.
La independencia psicológica pasa por la capacidad de elegir con quién quiero estar y si no le he encontrado, seguir buscando.
Psicólogo clínico, especialista en psicoterapia cognitiva y magister en psicología. Es docente universitario e investigador en psicopatología, psicología clínica y prevención de la conducta suicida. Fundador y actual director de Promental.